El niño Jesús y la Constitución

Artículo publicado originalmente en Expansión el 24 de diciembre de 1998

Una cosa es que la Constitución no sea confesional,
y otra bien distinta que sea laica

Esta noche es Nochebuena, y mañana, Navidad. No seguiré con lo de “saca la bota, morena”, porque me parece impropio. Pero aprovechando que hoy me toca escribir en Expansión, quiero felicitar estas Pascuas a los lectores con una reflexión sobre el papel de la religión en la sociedad, desde la perspectiva del orden jurídico constitucional.

Viene siendo moneda común en las conversaciones de las gentes, también en las de los juristas, que ni el Estado ni ninguna Administración Pública tiene nada que ver con la religión, que es sólo un asunto privado de cada uno. Ciertamente, la religión tiene una dimensión privada, ya que lo que liga al Hombre con Dios es su bondad de corazón, no lo que las gentes puedan pensar sobre la conducta externa de cada uno. Pero esto no excluye que la religión no pueda tener una influencia en las decisiones públicas. En primer lugar, las personas tienen derecho a manifestar en público la propia fe. Y no un derecho cualquiera, sino fundamental: el artículo 16 de la Constitución establece con toda claridad, inmediatamente después de proclamar el derecho a la vida, que “se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”. La protección de este derecho es tan importante, que tiene una dimensión penal: cualquier delito resulta agravado si se comete “por motivos racistas, antisemitas u otra clase de discriminación referente a la ideología, religión o creencias de la víctima, la etnia, raza o nación a la que pertenezca, su sexo u orientación sexual, o la enfermedad o minusvalía que padezca” (artículo 22 del Código Penal), y específicamente se condena a “los que por medio de violencia, intimidación, fuerza o cualquier otro apremio ilegítimo impidan a un miembro o miembros de una confesión religiosa practicar los actos propios de las creencias que profesen, o asistir a los mismos”. Por otra parte, nadie que profese (o no profese) una religión puede ser discriminado: el artículo 14 de la Constitución establece explícitamente que “los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”, y el Código Penal castiga a “los que con violencia, intimidación, fuerza o cualquier otro apremio fuercen a otro u otros a practicar o concurrir a actos de culto o ritos, o a realizar actos reveladores de profesar o no profesar una religión, o a mudar la que profesen”. Nada más lógico: por una parte, nadie puede ser obligado a profesar una religión, ni la cristiana, ni la musulmana, ni la judía, ni ninguna. El Estado no es confesional: “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, afirma también el artículo 16 de la Constitución, y reconoce la Ley orgánica de libertad religiosa.

Pero esto no quiere decir que el Estado sea laico. La Constitución no dice en ningún sitio que el Estado no pueda tener en cuenta la existencia de ciudadanos que profesan ideas religiosas. Éstos tienen derecho a que su religión ‑cualquiera que sea‑ se respete, no sólo porque no se les ataca por ser musulmanes, judíos, o católicos, sino porque sus creencias deben tenerse en cuenta a la hora de gobernar, o sea, a la hora de tomar decisiones políticas, que deben ponderar la existencia de quienes sí profesan una religión. El supuesto laicismo del Estado es una decisión que la Constitución no ha tomado, aunque muchos partan de la base de que así ha sido, como si nada contara el texto constitucional, en el que ‑al contrario‑ lo que se lee es que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. La causa de esta progresiva reforma constitucional tácita, que lleva progresivamente a entender que el laicismo del Estado es una exigencia constitucional, está, creo yo, en dos motivos. El primero, que quienes profesan una religión, ni se organizan políticamente, ni exigen a los políticos que su derecho constitucional a que sus creencias se tengan en cuenta ostente mayor influencia en las decisiones públicas. Y en segundo lugar, en la propia culpa de los creyentes, pues ésta me parece que es la causa última del progresivo eclipse de la conciencia moral, generando una “moral de situación” o una “doble moral”, que reta a la llamada “moral tradicional” a que justifique por qué sus valores no son represión de la libertad, o ‑más todavía‑ un factor que retrasa la modernización o el “progreso moral”. El resultado de la abstención de unos y de la beligerancia de otros son las actitudes que silencian o ridiculizan las religiones, generándose poco a poco una concepción de la vida de signo laicista y permisivo, cuyo nivel alcanza tal intensidad que en apariencia no cabe otra actitud bajo el cielo constitucional. La conferencia episcopal española llegó a denunciar en 1990 (documento “La Verdad os hará Libres”) un “dirigismo cultural y moral, orientado frecuentemente a los estratos del cuerpo social más inermes ante sus ofertas, que constituye no sólo un abuso del poder o del más fuerte sino que, además, contribuye de manera muy eficaz a imponer concepciones de a vida inspiradas en el agnosticismo, el materialismo y el permisivismo moral”. Personalmente, creo que esta noche, en que los cristianos celebramos el nacimiento del Salvador, y los no cristianos simplemente un día alegre, tradicionalmente no laborable, es hora de recordar que todos debemos mucho a Cristo. Él fue el primero en la historia que revolucionó el mundo político proclamando la no confesionalidad del poder civil: “dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Desde Cristo, ni la religión esté sometida al poder, ni el poder a la religión. Esto, y no otra cosa, es lo que dice el artículo 16 de la Constitución. Mas no dice que las religiones no cuenten en la vida pública. Vale la pena recordarlo en el día de Navidad.

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