Llama la atención con cuánta frivolidad gente supuestamente inteligente da pábulo a estudios universitarios, financiados por los mismos que se benefician de ellos, que justifican «científicamente» la necesidad de profesar la fe en el cambio climático, como si negar el hecho fuera un pecado social. Todo el mundo sabe que la naturaleza cambia y que las cosas evolucionan y que el clima unos días es de una manera y otros días de otra. Y un decenio es de una manera y otro decenio es de otra. Y que las estaciones no son siempre iguales, solo se parecen. Unos años hace más frío, otros años hace más calor. Pero por lo visto tenemos que creer, como si fuera dogma de fe, como si todo el mundo estuviera obligado a profesar la fe ecologista, que el cambio climático es obra del perverso hombre. Y que todos tenemos que pagar una penitencia, literalmente una penitencia, poniendo dinero encima del altar del dios del clima, para sufragar su templo y por supuesto las subvenciones que deben recibir las sacerdotisas y los curas de la religión ecologista. Han convertido a todos los Estados europeos en Estados confesionales, obligados a creer, ellos mismos en sus legislaciones y los ciudadanos en sus opiniones, que hay un cambio climático. Pues yo creo que no hay más cambio que el que se produce todos los días, cuando sale el sol y cuando se pone. Y es obra de la naturaleza, no del hombre. Esa es mi opinión y al que le guste bien y al que no, pues qué le vamos a hacer, porque yo no estoy obligado a profesar la religión ecologista. Y me parece que este Estado confesional nos está poniendo unos impuestos que no tenemos ninguna obligación de pagar para justificar que se van a llevar el dinero con la excusa de la religión que se inventan para enriquecerse. Pero al final es eso, un Estado confesional que expropia sus ciudadanos como han hecho los déspotas toda la vida. Esos sí que no cambian.