Si hubiera que examinar la profundidad ética de cualquier sociedad, antigua o moderna, sin duda uno de los factores relevantes sería el régimen de las uniones entre hombre y mujer. Por ejemplo, nuestro padre Adán no contrajo canónico matrimonio con la eximia Eva, sino que, encandilado desde el primer momento por aquella mujer de sublime belleza –pues era el modelo de todas las que habían de venir–, en cuanto la vio exclamó aquello de «esto sí que es hueso de mi hueso y carne de mi carne», y la hizo su compañera de hecho y de derecho al mismo tiempo. Buena idea. Primero, porque no había otra. Segundo, porque había sido hecha para él. Y tercero, según explicita la Biblia, porque «por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne». Claro que eran otras épocas, porque por entonces, entre que no había nadie más gente por ahí, que vivían al calor del paraíso, y que aún no habían pecado, el versículo siguiente añade que «estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban el uno del otro».
Cosas de la inocencia. Pero, como ha tiempo que Dios mismo echó el cerrojo al paraíso, y eso fue antes de lo de Caín, lo mismo que ahora nos vestimos, también nos quedamos sin saber qué hubiera pasado si nuestros primeros padres no hubieran comido del árbol. Sabemos, en cambio, lo que hay en las leyes españolas. Y se aprecia en ellas que en esto de la unión entre hombre y mujer cabe todo, siempre que se garantice la «marcha atrás». Es la «sociedad divorcista». Aquí la «pareja» puede optar por progresivos grados de estabilidad, en función de sus pretensiones, y sobre todo de su economía, pero no por la perpetuidad. Cabe la unión de hecho. También la unión de derecho (que es la unión de hecho, pero registrada en el Ayuntamiento). Y por fin, para los más carcas, el matrimonio. Pero éste sólo «hasta que nos peleemos», porque en nuestra sociedad el divorcio se impone como dogma, como exigencia de libertad. En cambio, en la españa católica, el matrimonio cristiano (o sea, el contraído por dos personas con carácter indisoluble) está prohibido por las leyes.
Lo común a las figuras admitidas es sólo el pacto de exclusividad. Cuando en una «unión de hecho» se admite que él o ella pueden tener aventuras por ahí, no hay tal unión: sólo son compañeros de piso. A su vez, si en el matrimonio civil él se lo consiente todo a ella, el diccionario le pondrá, con perdón, el nombre de «cabrón». Está prohibida la poligamia y poliandria. Aunque se admiten si se practican sucesivamente. Uno puede tener varias mujeres. Pero eso sí: una detrás de otra. Si se divorcia uno, puede estar con otra. Y viceversa.
Mas la indisolubilidad está tacitamente prohibida, una complejidad que da lugar a efectos curiosos, cuando una pareja decide garantizar la estabilidad del matrimonio. Queda uno obligado a contraer matrimonio «con hipoteca». Un ejemplo, que es el auténtico cúlmen al que ha llegado la sociedad divorcista, son los acuerdos del Sr. Douglas con la Sra. Zeta-Jones (ahora de Douglas). Como se trata de actores, la realidad tenía que superar la ficción. Según he leído publicado, han contraído matrimonio mediando unas capitulaciones anti-divorcio (a las que no he tenido acceso, y por tanto me pronuncio con reserva) conforme a las cuales, como no pueden contraer matrimonio indisoluble, si uno de los dos quiere divorciarse, puede hacerlo, pero paga una cláusula penal (una «multa») en función de los años que haya durado el matrimonio. A mayor estabilidad, mayor multa. Por curioso que parezca, la estabilidad sólo podía afianzarse de este modo, porque la indisolubilidad no puede pactarse.
Echándole una mirada al Código Civil, me ha parecido que un pacto «a la americana» de este tipo, aunque el legislador de 1981 ni lo imaginó, cabría también en nuestro sistema jurídico, porque la estipulación ni es contraria a la Ley, ni a las buenas costumbres, ni a la igualdad de derechos. Podría ser opuesta al «orden público civil», pero en el mundo de las uniones de lecho ¿eso en qué consiste? Está visto: quien de verdad quiera conservar su «pareja», tendrá afianzar el matrimonio con indemnización garantizada por hipoteca, porque la Ley no permite otra cosa. Es el precio que hay que pagar por que aquí nadie pueda comprometerse para toda la vida.