Hace no muchos años, allá por 1973, se contaba en los círculos por los que yo entonces me movía, que Josemaría Escrivá de Balaguer, unánime y cariñosamente llamado “el Padre” en aquellos ambientes, había vaticinado que la re-evangelización de Europa vendrían a hacerla hombres y mujeres de color. No recuerdo las palabras exactas, entre otras cosas porque nunca las oí. Pero sí tengo muy vivo en la memoria aquella idea, porque me pareció, a qué negarlo, un poco exagerada. Se vivían entonces los albores de la profunda crisis religiosa que hoy padecemos. Desde el fin del Concilio Vaticano II (1965), y en especial desde el “mayo del 68”, se desató, en especial entre los jóvenes de la Europa opulenta, una viva pasión por cambiarlo todo, tan desaforada como orquestada, que tuvo como fruto podrido una gran crisis colectiva de identidad, padecida con especial agudeza en los institutos religiosos y en las diócesis, que ya viene durando tanto que puede uno preguntarse si no estamos ante una locura colectiva. Lo más curioso del asunto es que aquello, cuya cuenta de resultados era claramente negativa, se vendía con parecida técnica a la que hoy se utiliza para encajar a los inversores incautos las ampliaciones de capital de empresas de internet: profetizando expectativas de futuro, que nunca llegaban porque no se convertían en facturación. Y más curioso es que esos jóvenes, hoy cincuentones avanzados, siguen vendiéndonos que el negocio estuvo bien, aunque fue ruinoso.
Quien sostenga que la religión mayoritaria de una nación no importa nada para su propia subsistencia, se equivoca. Porque destroza su propia identidad. Se vuelve loco. Uno no puede estar continuamente replanteándose a sí mismo. Tiene que conocerse -aunque sea éste arte difícil-, para lo que ha de acudir a los espejos, y a las grabadoras, y escudriñar cómo se es. Se trata de un esfuerzo que produce continuo desconcierto, y nunca acaba de completarse. Cuando uno escucha su propia voz en un magnetofón, no se identifica con ella. Por más que atienda, siempre le parece que habla otro. Y sin embargo es la propia voz. Y esto, que pasa con los individuos, sucede con los pueblos. Hay que escuchar como uno es, en los temas centrales. Y el punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios. Una actitud que no se puede cambiar sin mudar al tiempo las raíces de uno mismo, la propia identidad. Cuando una nación se examina a sí misma, y escucha su voz en la historia, no puede cambiar su espíritu sin trauma, ni menos aún -es mayor locura- negar que esa voz es la propia. La que nos identifica. Las culturas no son otra cosa que maneras diversas de plantearse colectivamente el sentido de la existencia personal. Todo cambio en esto es tan drástico que afecta a la identidad que tenemos como pueblo, a la propia voz, que es reflejo de la propia personalidad. Occidente, cuando se escucha, encuentra en su historia sólo una raíz común, cuya esencia no es el comercio, sino el cristianismo, y con él el progreso moral. Pese a quien pese, esa es su voz colectiva. Esa su personalidad. Incluso hoy, la defensa de nuestra civilización tiene una raíz cristiana. Como dijo Juan Pablo II en la única entrevista que ha concedido a El País (2.XI.1993), “el cristianismo ha sido determinante en la caída del comunismo en Europa”. El cristianismo ha sido el más importante factor de cohesión en la civilización occidental, y cuando ha sido colectivamente asumido con todas sus consecuencias, ha engendrado poco a poco el progreso moral, y con él ha venido la paz social -la tranquilidad en el orden-, y luego todo lo demás: el bienestar y el comercio. Occidente se equivoca al no reconocer que en su raíz cultural no se encuentran ni la tecnología, ni las armas, ni siquiera la democracia. La raíz común es el cristianismo. Conviene recordarlo, de vez en cuando, para no sorprenderse cuando uno constata, como me sucede a mi cada Domingo, que los curas de la parroquia son… de color.