Familia y Constitución

Aunque los políticos vayan vendiendo por ahí que la Constitución es sacrosanta, no es así. Es mudable, como todo lo humano. Debe cambiarse si su texto no da razón de la verdadera articulación del poder concreto. El pacto fundamental necesariamente va cambiando con el tiempo, a medida que fluye el poder. Un buen ejemplo son los “Principios del Movimiento Nacional”, una de las “Leyes Fundamentales”, que se auto-proclamaba inmutable. No sólo eran modificables, sino que el sistema político actual es pura evolución jurídica del régimen franquista. Primero vino la Ley Fundamental para la Reforma Política (1977), y de ella salió la Constitución (1978).

Hay que echarse a temblar cuando la opinión generalizada es que no se puede cambiar el texto fundamental. Quiere eso decir que no hay vida política, y alguien está defendiendo el “inmovilismo”, esa situación que se caracteriza porque clausura toda participación de quienes quieren modificar el sistema. Así que temblemos, porque uno de los rasgos más acusados de nuestra Constitución es su obsolescencia. Poco a poco, el texto original se va quedando cada vez más al margen de la realidad social. La causa es sencilla: los políticos tienen miedo de hacer cambios, porque alguien le reclamará otros mayores que les perjudiquen a ellos como clase social. El resultado de esta pusilánime actitud es doble. El primero, que la Constitución se queda vieja, y los jueces aprovechan para “interpretarla” demasiado (en detrimento de los electores). Las minorías ponen demandas para que, so capa de “igualdad”, los jueces impongan a los políticos un sistema en el que la minoría venza a la mayoría sin elecciones. Y el segundo, que la Constitución deja de ser respetada, porque es el propio legislador, miedoso de los jueces, el que se la salta a la torera.

La situación de la familia es un buen ejemplo de todo esto. La Constitución tiene un modelo de familia. Dice claramente (artículo 32) que “la ley regulará las formas de matrimonio, la edad y capacidad para contraerlo, los derechos y deberes de los cónyuges, las causas de separación y disolución y sus efectos”. También dice (artículo 39) que “los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia”. No dice nada, en cambio, ni de parejas de hecho, ni de derechos de los homosexuales. Y no lo dice porque, cuando ésta se votó, la familia se configuró según parámetros muy determinados. La única puerta abierta al progresismo mal entendido fue el divorcio, que se introdujo por Ley de 1981, y que cabe con toda claridad en la Constitución, aunque sea en sí mismo un grave error, y para un cristiano, una herejía. En la Constitución, para bien o para mal, sólo hay un modelo de convivencia (entre hombre y mujer): la familia. Así que no se puede decir que “la Constitución garantiza la situación de las parejas de hecho”. Ni se puede dar estatuto a la unión entre homosexuales, sin violentar la Constitución. Si se quiere otro modelo de convivencia “familiar”, bien está. Pero cámbiese la Constitución, porque las leyes no pueden hacerlo.

Es verdad que quien aprueba leyes de parejas de hecho son las Comunidades Autónomas, no el Estado. Esto es doblemente inconstitucional, porque las Comunidades Autónomas carecen de competencia en estas materias. El artículo 149.1.8 de la Constitución establece que es competencia exclusiva del Estado la legislación civil, y “en todo caso, las reglas relativas a las relaciones jurídico-civiles relativas a las formas de matrimonio”. Cataluña, Navarra, Aragón, y Valencia, han aprobado leyes inconstitucionales que, contra lo previsto en el pacto constitucional, se imponen por las minorías a la mayoría, contraviniendo el diseño constitucional, al amparo de una pretendida igualdad, que no existe. Habrá que recordar más veces a Diputados y Senadores, que la Constitución tiene un modelo de familia. Si quieren cambiar el modelo, sólo puede hacerlo el Estado. Y ha de hacerlo cambiando antes la Constitución.

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