Algunos pocos Papas han pasado a la Historia. Unos, por haber publicado un catecismo; otros, por su martirio; por reformar el Derecho Canónico, por defender la ortodoxia o por influir en la política de su tiempo. Juan Pablo II merece entrar en la Historia por todas las anteriores razones, al lado de las cuales resulta anecdótico que «ha sido el primer pontífice no italiano desde 1522», o «el más jóven desde 1846». Estamos ante uno de los hombres más grandes de la historia, y ciego será quien no se de cuenta.
Desde el primer día de su pontificado cometió la herejía de salir a la calle. Fue al hospital para visitar a un amigo moribundo. Luego sus correrías le han convertido en el hombre que más gente ha visto personalmente. La primera vez que visitó Irlanda, la mitad de la población fue a escucharle. En cualquier parte del mundo, ha congregado más de 2 millones de personas. Ha llegado a reunir más de 4 millones de personas a la vez (Filipinas, 1995). Ya para finales de 1990 habían asistido en directo a sus predicaciones más de 250 millones de personas.
Le falta el martirio para igualar a otros Pontífices, pero por casualidad. Ali-Agca le disparó a matar el 13 de mayo de 1981. Se salvó de milagro. Mayor fue la sorpresa cuando el Pontífice visitó a Agca en su celda. Una foto que quedará como ejemplo de caridad de generación en generación.
Su elección fue la bomba más potente que se disparó durante la guerra fría. Cuando los jóvenes ni siquiera saben qué fue la “Perestroika”, bueno será recordar que él fue una amenaza viviente para todo el bloque soviético antes de que Reagan fuera candidato a Presidente. Lo ha reconocido el propio Gorbachov.
A pesar de la caída del muro, y de las Malvinas/Falkland, del Líbano, de Iraq, de Sarajevo o de Kosovo, ha sido más genial aún en su defensa de la fe. Antes de ser Papa, fue ponente de la Gaudium et Spes, uno de los documentos principales del Vaticano II. Y como Papa es autor de un Catecismo, de muchas encíclicas y de incontables exhortaciones apostólicas. Al tiempo que ha sabido ser suave con los que se han desviado de la recta doctrina, sin dejar incumplida su tarea de pastor: no ha lanzado excomuniones, sino que a los heterodoxos les mantenía el sueldo pero les bajaba de sus cátedras. Su producción canónica no le va a la zaga a la doctrinal. Cinco años después de ser Papa ya había publicado un Código nuevo para la Iglesia occidental y una recopilación de leyes para la Oriental.
Donde Juan Pablo II brilla con luz propia es en la santidad. Dios mismo nos ha dejado la pista: «por sus frutos los conceréis». En mi apreciación personal, Juan Pablo II es, antes que nada, un hombre santo. Tan de Dios que, aun cuando está rodeado de muchedumbres, se encuentra visiblemente aislado: a solas con Dios.